Cualquier desprevenido que los vea cruzar la puerta de acceso de la Universidad Militar
Nueva Granada creerá que se trata de un profesor que esa mañana tuvo que acompañarse
de su hijo porque a este lo dejó la ruta escolar, o porque más tarde tiene que llevarlo a
una reunión urgente o a cumplir una cita médica.
Pero no, la llegada de Alejandro Morelli y su unigénito, Alessandro Fabianno Morelli
Torres, es un cuadro que se repite todos los días desde que el pequeño, con doce años
recién cumplidos, fue aceptado en la Facultad de Ingeniería Mecatrónica.
Acaban de salir de la barriga atestada de una buseta en la que por más de dos horas han
atravesado la caótica ciudad para llegar en punto a la clase de Matemática Básica. Antes
de internarse en el salón 203, el niño se acomoda en las gradas de las canchas
deportivas, saca su portátil y ramifica su atención en varios asuntos a la vez: un juego
informal de balonvolea, una charla con su padre, la página web de la Nasa, el relato de
su historia sobre cómo llegó a la Militar y el inocente lance visual a las ‘veteranas’ de
17. Primíparas como él.
Aprendió a leer y a escribir a los dos años, cuando sus padres notaron que le llamaban la
atención las hojas impresas y cualquier cajita que tuviera letras. Habló muy rápido, y
Nuris Torres, su madre, advirtió “que el pelado era avispado” y que sus balbuceos iban
mucho más allá de los sonidos guturales propios de su primera infancia.
Eran manifestaciones de una capacidad de aprendizaje poco común; por lo que ella, sin
forzarlo, se convirtió en su primera maestra. A los pocos meses, pasó de largo al curso de
transición y todavía no cumplía los tres.
Cuando terminó el año escolar, el niño fue promovido a segundo grado, de allí a cuarto y
después continuó todos los cursos de manera vertiginosa. A los once años obtuvo
diploma de bachiller del Colegio Mayor del Caribe de Santa Marta, y ya tenía decidido
qué carrera universitaria seguiría.
El derrotero lo habían marcado su afición a la tecnología, los computadores, su huroneo
sobre el cómo funcionan las cosas y sus primeros sueños revestido en los trajes de kevlar que usan los astronautas.
Encauzó sus aficiones hacia una carrera que le permitiera alcanzar un proyecto
profesional, cuya retribución no estuviera medida por el factor económico sino por la
satisfacción de hacer lo que realmente le atrajera. “El problema es que mucha gente
estudia algo porque da plata y no porque le gusta”.
El avanzado estudiante cita una frase sacada de un verso de Diomedes Díaz: “Si uno
quiere ser zapatero, debe pensar en ser el mejor”.
Mientras el niño habla, su padre lo observa sobrecogido. Él es quien más se sorprende
con su aplomo y no porque el pequeño se haya madurado biche, sino porque a pesar de
su marcado carácter, tiene una ductilidad de comportamiento acorde con las
circunstancias. Es decidido cuando se refiere a sus sueños, comprometido con sus
deberes de estudiante, apasionado al practicar fútbol, divertido cuando juega con chicos
de su edad y alegre si está en una fiesta familiar. Es, antes que nada, un niño de 12 años.
Domina el inglés y el japonés. Aunque es frecuente y hasta normal que se le conceda el
rótulo de ‘pequeño genio’, Alessandro dice que no se considera un ser excepcional frente
a las demás personas, sino que simplemente tiene la capacidad de aprender muy rápido.
“Pienso que todos somos genios, lo que pasa es que a muchos no se les descubren sus
talentos a tiempo”, aclara quien además ya domina el japonés y el inglés. Cree que para
alguien que hable el español –una de las gramáticas más intrincadas del mundo– no debe
dificultársele aprender otra lengua.
Con todo lo que sabe se podría pensar que nada le queda grande a este samario de gustos
raros –hincha de Millonarios y consumidor habitual de bandeja paisa–, sin embargo, él
no es infalible. Le parece difícil realizar planos, seguir lecturas que no sean de su interés
o desarrollar trabajos que requieran muchas horas, pues el tiempo es sagrado y debe
alcanzar para hacer varias cosas. Lo dice el pequeño políglota, el hábil diseñador, el
diestro manejador de videojuegos y el frecuente lector de Kafka, Allan Poe y Gabriel
García Márquez. “Me gusta cómo Gabo, con su estilo, te llama para que no sueltes la
lectura de su obra.
Un balonazo que se atraviesa en la conversación sirve para insistirle en por qué
Millonarios. Su padre, exjugador de la Selección Magdalena y de las inferiores del
Unión, se adelanta: “porque es el mejor”. Su hijo lo corrige. “Realmente, ahora no es el
mejor. Me gusta por algunos de sus jugadores y por el técnico, que es honesto y
trabajador. Además sería muy aburrido para mí vivir en este lugar y no apoyar un equipo
bogotano”. Sorprende además porque le asigna el nombre preciso a cada cosa y a cada
situación.
Cuando termine, aún de edad bisoña, espera seguir otra ingeniería y después
especializarse en robótica. Proyecta perfeccionar el robot que habla y darle la capacidad
de pensar. Quiere diseñar un invento con vida e inteligencia propias. “No es lo mismo un
robot que haga las cosas, a otro que además de hacerlas, pueda hablar e interactuar contigo”.
El más joven de los estudiantes de la Universidad Militar tiene en mente ayudar a su
tierra natal una vez sea un profesional. Sus padres le han imbuido que el amor y la
capacidad de servicio hacia los demás son de las mayores virtudes de los seres humanos.
Así como la responsabilidad. Faltan pocos minutos para que inicie la clase del día y
Alessandro alista sus implementos y se aleja hacia el salón. “A la salida nos vemos”, le
dice a su padre.
Al tiempo que su retoño se forma en las aulas, Alejandro Morelli se queda en los campos
deportivos cargando un morral en el que guarda cosas del niño y libros con los que
también aprende durante la cotidiana espera. Se sostienen con una modesta pensión que
el señor Morelli gana como exempleado de Electricaribe, y tienen el apoyo de la
Universidad con una beca. Mientras él hace maromas para que la plata les alcance en la
capital, su esposa trata de arrendar o vender la casa de Santa Marta. El propósito es que
todos puedan instalarse en Bogotá.
De momento viven donde un familiar en la antípoda del Alma Máter, en un vecindario
que los hace sentir como en su región. “Se llama Barranquillita y está muy cerca del
barrio Santa Marta”. De todas maneras, la idea es mudarse a un domicilio más cercano a
la Militar, cuando ya Nuris Torres pueda viajar.
Morelli deja rezumar en su rostro un sentimiento diáfano. “Uno por sus hijos hace todo
lo que pueda para que se encaminen y logren sus sueños. Cualquier sacrificio”. Está
convencido de que su hijo servirá a la ciencia y a la humanidad. Para eso lo ha formado.
“¿Cómo queremos cambiar una sociedad si no cambiamos cada uno de nosotros?”,
reflexiona el orgulloso padre.
Cuando Alessandro Morelli Torres obtenga su título universitario, andará por los 16 ó 17
años, si se quiere, todavía niño, pero con la percepción clara de lo que será su papel en el
plano laboral.
Óscar Avilés, el director del programa de Ingeniería Mecatrónica, vislumbra al menor
especializándose en el Japón, según se lo ha manifestado.
No obstante, no descarta que de aquí a mañana pueda participar en proyectos que
adelanta la universidad en temas relacionados con biomecatrónica, robótica, ciencias de
los materiales, realidad virtual, o laboratorios remotos. Todos inherentes a la ingeniería
mecatrónica, una sinergia de áreas como la mecánica, la electrónica y la inteligencia artificial.
El docente revela que el caso del menor samario es el primero que registra la institución,
una grata sorpresa apoyada a través de la beca, luego de que el aspirante pasara la
entrevista y el preuniversitario de matemáticas.
Además, por su edad, es el consentido de la comunidad universitaria pero como
estudiante se le exigen los mismos logros académicos que al resto de sus condiscípulos,
salvo en las clases prácticas en que se requiera el uso de la fuerza para apretar tornillos o
levantar pesos considerables. La subvención para el niño está condicionada a que no
repruebe ninguna materia.
El tiempo se pasó rápido y Alessandro está de regreso al campo de balonvolea. Su padre
lo ve en la distancia intercambiando información con sus compañeros. Va a su ritmo, lo
deja independiente. Sabe que llegará el momento en que el futuro ingeniero pueda
desenvolverse solo en la ceniza e inmensa urbe.
Les espera un chubasco y el interminable viaje de retorno a casa. Al día siguiente
deberán salir desde las cuatro de la mañana para estar a las seis en la salida del tren a
Cajicá, donde está la otra sede de la Militar y a la que asisten una vez por semana.
Antes de partir, el padre del pequeño genio descubre una intuición que da casi por cierta.
“Yo creo que alguna vez Alessandro sumó las estrellas del escudo de Millonarios, y
como era el que más tenía, ahí nació la afición. Pudo ser por eso, mi hijo es un ganador”.
Por César Muñoz Vargas
Especial para EL HERALDO
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